Estamos en 1979 y, coincidentemente con el Centenario de lo que dio en llamarse “Conquista del Desierto”, el Instituto Nacional de Cinematografía decidió organizar ese año un concurso en conmemoración de la expedición de Julio A. Roca. Fruto del resultado de ese certamen, se estrenó entre nosotros De cara al cielo; película dirigida por Enrique Dawi (hasta ese momento director y/o guionista de diversos films tan dispares como La vuelta de Martin Fierro o Minguito Tinguitella papá) y basada en el argumento de Florentino Díaz Loza —adaptado por Mario Reynoso—, que se traduciría en el guión del propio director. Con un reparto encabezado por Gianni Lunadei y Leonor Benedetto, acompañados por Antonio Grimau, Leonor Manso, Ana María Picchio, Osvaldo Terranova y Franklin Caicedo, entre otros. Se filmó en Eastmancolor en Buenos Aires, con exteriores en Junín y San Martín de los Andes, provincia de Neuquén.

Lo curioso de este film es que, a pesar de haber sido una de las escasísimas cintas “históricas” cuidadosamente planificadas por el gobierno de entonces, no tuvo la recepción esperada, siendo hoy en día una película prácticamente olvidada.

Y esto se debe a diversos factores.

En el momento de su estreno, nuestro país se encontraba en el punto más alto de la escalada con Chile por el Canal Beagle; por lo tanto, la administración Videla veía con muy buenos ojos una historia que finalizara en un claro ejemplo de concordancia entre el Gobierno del siglo anterior y los indígenas, habitantes de ese lejano sur, que llegarían a ponerse de acuerdo bajo el marco constitucional de la Nación Argentina, dando de esta manera una idea de alineación inconmovible de los actores —hasta ese momento enemigos irreductibles— frente a cualquier posible agresión externa. No obstante, las características del protagonista, coronel Alvarado, tuvieron que ser modificadas varias veces, porque aparecía como demasiado “progresista”, según la lectura de sus críticos castrenses.

Por otro lado, la película parece pecar de cierta ingenuidad al proponer una identificación entre el pensamiento del coronel Alvarado y el de sus superiores, como veremos.

-Lo han herido?

-No mi coronel; es sangre de esos ladinos, nomás…

1881. Frontera con Chile, se lee trabajosamente en la pantalla. Un grupo de soldados a caballo, en un típico paisaje de la precordillera. Del otro lado, y contrastando con el orden que exhiben los uniformados, una banda desorganizada de como 300 lanzas indígenas. El jefe de los militares, reconocido como coronel por sus hombres, se hace alcanzar —cual guerrero medieval— “su” lanza de batalla; concede generosamente permiso a un subordinado para que pelee a su lado y encabeza la carga, con la consigna. “A degüello!”. El enfrentamiento es breve y, no sabemos si debido a lo horrible del estado de la copia, sumamente confuso. Rápidamente, los indios son dispersados y huyen en desorden. Los soldados, llevándose sus muertos, que no alcanzan a una docena (?), regresan al fortín. Allí nos enteramos que el que manda es el coronel Rodolfo El Toro Alvarado (Gianni Lunadei) secundado e idolatrado por varios oficiales, Arcondo, Molinuevo, Podestá, Canedo… a los cuales iremos reconociendo únicamente por su grado y apellido, encuadrados en un rígido tratamiento que excluye prácticamente toda relación de amistad.

El Comandante Alvarado

Tras designar al mayor Arcondo (Antonio Grimau) para que realice tareas de exploración y levantamiento de mapas en la sensible zona de frontera, el coronel Alvarado se dispone a pasar el invierno, cuando es sorprendido por la noticia de que el Cacique Caleufú le solicita asilo con su tribu, la que arriba al fortín en tal estado de pauperización que despierta la cristiana piedad del padre Teodoro, custodio moral en estos lares, interesado, asimismo, en bautizarlos a todos para el 25 de mayo…[1]

-Decime… vos tenés novia?

-Qué va, mi coronel! En la primera entrada que hagamos le voy a pedir que me deje elegir una india.

Dalmacia (María Aurelia Bisutti) es la fortinera que se ocupa de atender a la guarnición, pero no aparecen otras mujeres en el destacamento. Por datos sueltos, que se van desgranando en la película, podemos inferir que nos encontramos en el área de la actual Junín de los Andes —antiguo puesto militar que data de 1882—, y que la cantidad de hombres bajo el mando de Alvarado es bastante superior a la media histórica de las tropas destinadas a ese efecto.

Junto con los nuevos habitantes viene una incómoda oferta; el cacique ofrece a su hija en matrimonio al comandante del puesto, pero ésta es poco más que una niña. Amenazado hasta con la excomunión por el cura, el coronel le aclara que no se debe rechazar esa costumbre indígena (?), pero lo tranquiliza diciendo que adoptará a la indiecita, la que a duras penas puede pronunciar su nuevo nombre de Zulema Alvarado en cristiano. Destinada a ayudar a Dalmacia en los quehaceres domésticos, su personaje pierde toda participación en la historia.

Así va transcurriendo la película, con salidas de reconocimiento —con el consiguiente levantamiento de mapas—, recalcando Alvarado que se debe proceder con la mayor energía contra cualquier intromisión extranjera. Lo curioso es que, a pesar del conocimiento del terreno que deberían exhibir las diversas tribus indígenas que lo pueblan, las distintas partidas expedicionarias mantienen sobre ellos una constante ventaja táctica; al grito de lanceros, seguidme! los sorprenden, flanquean y en las escaramuzas que se producen siempre los derrotan, a pesar de ser inferiores en número y librarse todos los encuentros al arma blanca…[2]

En uno de estos entreveros y tras salir victorioso en un duelo criollo con un jefe indígena, el propio Alvarado resulta malherido. La insistencia de sus subordinados, conversaciones con alguno de éstos acerca de la ausencia de mujeres, y el tiempo de servicio que lleva el coronel en la frontera —luego sabremos que son 20 años ininterrumpidos— moverán el comandante a regresar con licencia a Buenos Aires.

—Debe  ser terrible: el desierto, los salvajes… Es  como enterrarse en vida.

Tras un viaje que se adivina largo, pero no tan largo, el coronel Alvarado vuelve a su casa y se encuentra allí con su madre (Virginia Romay) y con su hermana Florencia (Ana María Picchio), las que se asombran tanto como él del tiempo que ha pasado. Florencia se casará el año entrante y su mejor amiga, Elisa Gonza (Leonor Benedetto), hija de un antiguo compañero de Alvarado —al que éste no recuerda—, está por celebrar su compromiso y como el comandante es la novedad, madre y hermana quieren que asista a la reunión.

El mayor Gonza (Osvaldo Terranova), devenido en próspero comerciante y su mujer Emma, vienen personalmente a invitar a las Alvarado a la fiesta. Elisa no está muy contenta —Florencia dixit—, a pesar de que tiene por delante un futuro promisorio, pues el novio. Mr. Richard Townsend, es agregado a la embajada británica y como los ingleses están de moda…

La aparición de una deslumbrante Elisa deja sin palabras a nuestro coronel, que no presta tampoco oídos a la descripción de la pujante Buenos Aires que hace el padre:

-Los capitales ingleses se han volcado generosamente para nosotros: ferrocarriles, frigoríficos. Todo marcha vertiginosamente. Hay que convencerse coronel, la libra domina Europa y dominará también América. Es el progreso, la civilización.

En la fiesta, celebrada a todo lujo, conocemos más detalles que nos permiten datar la película[3], pero lo interesante es la irrefrenable atracción mutua que se da entre Rodolfo y Elisa; el curtido coronel se ha enamorado por primera vez en su vida. A partir de aquí la cosa no tiene remedio; paseos de ambos por Palermo a la vista de todo el mundo; escenas de celos de un despechado Townsend, al que su frustrado casi suegro no logra calmar y un concierto de piano que —como toda joven casadera de buena familia— da Elisa, deja claro que el destinatario es Alvarado y no el desgraciado (ex) novio, que se marcha intempestivamente, nos indican que el romance viene marchando.

Florencia y Elisa

—Señor Ministro, habrá reparto de tierras para los indios y los soldados?

Completamente decidido, el comandante Alvarado se presenta ante el ministro —no sabemos cuál[4]— y le solicita su pase definitivo a Buenos Aires. Pero éste le manifiesta que recién puede acceder a su solicitud dentro de un año, porque su presencia es necesaria en la frontera por dos cuestiones; la primera es la defensa de la soberanía nacional y la segunda la cristianización de los indios y colonización de esas tierras según el deseo del Ejército.

Esto motiva la pregunta que se cita más arriba, a la cual responde favorablemente el ministro, haciéndole notar a Alvarado que existen numerosos interesados en adquirir esas tierras, fundamentalmente representantes de capitales extranjeros, los que bajo ninguna circunstancia deben comprometer la política fijada por el Ejército.

Por lo tanto, Alvarado deberá volver al sur, a pesar de los ruegos de madre, hermana y novia para que pida la baja y se quede en esa nueva Buenos Aires, donde parecen abrírsele todas las oportunidades. El coronel —que no deja de extrañar la vida de cuartel— emprende el viaje rumbo a la frontera con el corazón partido.

Allí es recibido calurosamente por sus hombres, mostrándose satisfecho acerca de cómo han conducido las cosas en su ausencia.

El precio que la compañía ofrece por las tierras incluye también a los indios

Finalmente, el fortín recibe la vista de los compradores de tierras; los señores Parkington y Merino Lorna —a quienes Alvarado ha conocido en Buenos Aires— vienen a hacer una evaluación de las tierras que los capitales que representan desean adquirir. El coronel los recibe fríamente y los somete a una extenuante cabalgata por los alrededores para ablandarlos. La insistencia de los enviados en la importancia de las inversiones a realizar y, fundamentalmente, en la venida de cierta inmigración…

… hay que ofrecerle a los pioneros ingleses una situación de seguridad para la prosperidad de sus negocios…

… provocará esta dura respuesta del coronel Alvarado:

“El deber primero de cada soldado es defender la soberanía nacional y aquí nosotros lo hemos aprendido con sangre. Y lo que se aprende con sangre se cumple con convicción. El precio, señores, fue la sangre de nuestros camaradas que yacen de cara al cielo. Murieron luchando con el indio, no contra el indio. El indio también es hijo de esta tierra de Dios. Y esta tierra es la soberanía que tenemos que defender. La voz y la sangre de la tierra no se venden a los mercaderes.”

Los compradores, desahuciados, se van por donde han venido y el comandante procede a cumplir un antiguo sueño; acompañado por Caleufú y un puñado de soldados, le muestra al cacique las tierras que el ejército les entrega, recalcándoles que más adelante el gobierno se las otorgará para sus descendientes.

La Frontera

-Mi coronel, déjeme conducir a mí.

-No mi amigo, ésta será mi despedida[5].

En quince días Alvarado se vuelve definitivamente junto a Elisa y deja la guarnición al mando del fiel Arcondo, pero la noticia de la entrada de varias partidas de indios, procedentes de Chile, que doblan en número a sus hombres, lo hace ponerse a la cabeza de sus soldados e ir a enfrentar la amenaza.

-Que no se diga en el regimiento que el coronel Alvarado estuvo ausente en un entrevero mientras fue su jefe…

Y aquí se produce una escena impensada, Dalmacia se queja agriamente de los hombres del regimiento, a los cuales no les importa nada con tal de ir a pelear. Pero como su interlocutora es la silenciosa Zulema, el asunto no pasa a mayores y la fortinera se limita a decirle a su hombre, el cabo Sosa, que se cuide y haga lo propio con el coronel.

La exigua fuerza que comanda Alvarado se divide por orden de su jefe, que quiere ir en persona a reconocer el terreno, para sorprender a los indios por detrás. Pero el sorprendido es él; por primera vez en toda la película los indígenas se anticipan al ataque y caen sobre el coronel, que, lejos de hacer caso al consejo de sus subordinados y volver grupas, decide plantarles cara y, sin esperar al grueso de sus hombres, carga contra ellos, sable en mano, para pelearlos a lo toro.

El desenlace es absolutamente previsible. El coronel resulta mortalmente herido y expira en brazos de sus queridos soldados, mientras —en una muy usada superposición de planos— Elisa en Buenos Aires lee emocionada una sentida carta de su amado.

… Y esta sangre olvidada fue la que afirmó nuestro histórico derecho sobre el lejano sur… tan argentino!

El manejo del Pasado resulta, por lo menos, llamativo; Alvarado —vaya uno a saber si esto es producto de las numerosas podas que sufrieron sus parlamentos— se muestra como absoluto acatador de las ordenes de sus superiores, militares y civiles. Adhiere calurosamente a una idea tan inexacta como alejada del pensamiento oficial, en el sentido de ese reparto que quiere llevar adelante y se muestra contrario a la venta de esas mismas tierras a los que realmente las adquirieron, por ser extranjeros.

Pero volvamos a 1979, donde Chile era el enemigo, “secundado” por Gran Bretaña, cuyo laudo arbitral de 1977 colocaba el conflicto de Beagle en el centro de la escena. Había pasado el Mundial ´78 y la Junta Militar gobernante pretendía focalizar en un hipotético enemigo externo cualquier enfrentamiento, recalcando que la unión del pueblo argentino era la vía idónea para enfrentar toda amenaza. En la película, indios y cristianos llegan a un acuerdo pacifico, por obra y gracia de un Ejército generoso, cabalmente representado por el protagonista —sobrio trabajo del malogrado Lunadei, alejado de los personajes cómicos que solía encarnar—, quién también se involucra a titulo personal en esta lucha, “rescatando” a Elisa de las manos del extranjero, al igual que reivindica la tierra ante el mismo “invasor”.

En síntesis, De cara al cielo no convenció ni a los que alentaron su realización; tachada por sus mentores de “demasiado progresista”, hoy tiene un cierto tufillo bizarro que nos arranca una sonrisa amarga, pero —a pesar del ejercicio de interpretación que supuso descifrar la copia que exhibe YouTube — creemos que vale la pena su visión, aunque más no sea por esa Argentina —parafraseando a Machado— que pasó y no ha sido.

[1] Los indígenas deben ser acogidos, porque ellos también son argentinos…

[2] La excepción sería un sargento a caballo, muerto de un lanzazo por un indio de a pie, sin llegar a decir nada más que Viva la Pa…

[3] La ocupación de Egipto por los ingleses y la fundación del Jockey Club de Buenos Aires. (1882)

[4] Si fuera el Ministro de Guerra sería Benjamín Victorica, o bien el del Interior, Bernardo de Irigoyen. De cualquier modo el Ministro se dirige a Alvarado como “mi” coronel (?)

[5] Este es el único momento en que Alvarado relaja la disciplina con su oficial.

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